La boda de Mónica


Hoy serví de testigo en la boda de mi amiga Mónica Echeverría, y quería escribir un poco sobre eso.
     Fue la boda civil, y el abogado, también amigo de Mónica, le puso su estilo propio. Por ejemplo: no sé si sea parte del acto, pero dijo que los testigos, además de dar fe del acto legal, también eran personas que debían contarle a otros sobre la boda. Me gustó escuchar algo así. Me hizo sentir parte de una comunidad. Sentí que estaba en un rito, en algo profundo, y no sólo en un acto legal. 
     Además, antes de leer el acta de matrimonio, el abogado concluyó sus palabras con "El arte del matrimonio", un decálogo escrito por Wilfred Peterson. Por cierto, hace una semana, una amiga que es abogada, me dijo que al final de los matrimonios que celebra lee "Sobre el matrimonio", el poema de Kalil Gibrán que forma parte de los discursos de su obra maestra El profeta. 
     Alguna vez, de niño, había ido a una boda civil, pero el único recuerdo que guardaba era el de la fiesta. Ahora, sentado a un lado de los novios, del lado de la novia, frente a la muchacha que también servía de testigo, con el abogado diciendo todas esas cosas tan importantes que sellan algo en la vida, todos alrededor de una mesa con un mantel rojo y pétalos de rosa amarilla esparcidos sobre ella; ahora, digo, vi cómo es un matrimonio civil. Los novios se pusieron de pie y se tomaron las dos manos, y respondieron a la única pregunta del abogado con un Sí quiero, y luego se besaron. Y después, al sentarse, el novio preguntó si podían intercambiar anillos. Me sorprendió que la ceremonia en sí no lo incluyera. El abogado les dijo que sí. Y el esposo, mientras le ponía el anillo a la esposa, le dijo, como lo dice Kalil Gibrán en un cuento, un poema universal: le dijo palabras de amor, sencillas, comunes, que todo hombre le diría a toda mujer. Y después ella le puso a él el anillo, y le dijo su poema universal: palabras de amor que toda mujer le diría a todo hombre.
     A Mónica la conocí en la universidad, en la UES de Santa Ana, hace más de diez años. Estudiamos juntos la Licenciatura en Letras, en ese antiguo plan que, según recuerdo en una descripción ya desaparecida que leí en internet, lo capacitaba a uno para ser investigador académico, bibliotecario, docente universitario y de tercer ciclo, asesor educativo, y hasta escritor, pero que en la práctica nadie sabía bien para qué servía, y con el cual toda la gente de mi generación que lo estudió tuvo que sacar cursos extra, pasarse varios años en el aire antes de encontrar un trabajo, o simplemente dedicarse a otra cosa. Un sueño bellísimo.
     Con Mónica, entonces, compartí durante muchos años conversaciones, cafés, largas y temerosas jornadas de estudio (y por consiguiente más cafés), temporadas perdidas y arrasadas de estudiantes universitarios con sueños y búsquedas de aceptación y personalidades originalísimas y talentos extraordinarios; viajes, ahora incluso inverosímiles, a lugares y horas y gentes lejanos, lejanísimos; relatos de pérdidas y separaciones y muertes y destrucción; alegrías doradas, confidencias y chambres; libros queridos y detestados, textos propios y ajenos, ilusiones y desilusiones de jóvenes profesionales desempleados, el gusto por comer bien y cocinar sano y sabroso. Tantas historias, pues. (Mirá, Mónica, no es broma: ¡tenemos material para un libro!).
     Realmente: al escribir el párrafo anterior se me vienen los recuerdos de esa época extraordinaria de mi vida, de ese montón de aventuras, y te digo, Mónica: Es bueno tener una amiga allí, en algún lugar. 
     Y me siento feliz por vos, porque deseabas tener una pareja y un hogar y se te ha cumplido. Es tan chivo que a uno se le cumplan sus sueños del corazón. ¡Mis mejores deseos para vos!
     Yo, por mi parte, cumplo con el deber que se me impuso de contarle a otros sobre la ceremonia de unión, sobre el símbolo de unidad, del que hoy fui testigo.

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