El último poema que escuché en La Casa del Escritor



Desde hace un par de meses quería escribir este post, pero, o no me tomaba el tiempo, o andaba en un millón de cosas. Esto pasó el año pasado, el 3 de enero, el día de la última sesión de La Casa del Escritor.

Ese día hubo casa llena, estuvo casi todo el taller de poesía. Entre los que ya tenían ratos de no llegar, estuvo Ana Escoto, que por esos días había venido de México; llegó Alberto Quiñónez, que tenía unos dos años de no aparecerse; llegaron Tere, Sandra y Herberth, que eran asiduos de La Casa, pero que en noviembre habían estado en una residencia para artistas en Nicaragua, y a quienes había que oír, a quienes por ningún motivo se podía dejar de oír, contar todas las bayuncadas de su viaje. Y también, entre la gente que sólo llegaba cada tantos meses, llegó Claudia Herrera.

Claudia es de Santa Ana, los meses anteriores había pasado por una mala racha de cosas y de trabajos y había llegado varias veces a mi casa para digitar los pedazos de un poema largo que iba escribiendo en hojitas que se guardaba en la bolsa de atrás del pantalón. Si no hubiera hecho eso, lo más seguro es que el poema se hubiera perdido. Entre digitada y digitada, habíamos ido trabajando el poema, y ese día lo llevaba ya completo.

Rafa había estado muy mal desde septiembre del 2009, y, después de que casi se había muerto, el ambiente del taller era el del inicio de un ciclo distinto: la mayoría de los compañeros ya había terminado sus poemarios, no nos reuníamos desde hacía varios meses y, lo más importante, ese día estábamos ahí no tanto por la literatura, sino por Rafa: porque estaba vivo, porque había llegado vivo a ese año. Y aun con todo eso, el rito del taller fue el de siempre: tomar cocacola, comer pan dulce y chucherías, platicar de lo que fuera, oír las novedades, que en ese caso fueron la narración matada de la risa del viaje de Tere, Sandra y Herberth y mi anuncio de que Índole Editores quería publicar una antología del taller, lo cual fue muy bien recibido. Y ya después de habernos divertido un buen rato, la pregunta de Rafa: «¿Alguien trajo textos?». Y sólo estaba Claudia, que llevaba ese poema, uno de esos que, si uno no los escribe, se trauma, se vuelve loco o se muere. (Estaba también una muchacha nueva, pero, como nuestra tradición lo señalaba, primero leía un participante del taller para que el recién llegado conociera la dinámica).

Claudia empezó a leer, y alrededor de ella se creó un gran silencio, tanto porque el poema era largo como porque era algo salido de onda. Varios tenían años de no verla, y creo que más de alguien no la conocía, y entonces aquello fue escuchar a alguien que ya no se recuerda cómo escribe, o a quien nunca se ha escuchado, mientras se avienta un poema, un buen poema, de tres páginas. 

Cuando terminó, Rafa dijo: «Ese también va para la antología». Yo asentí.

Después vino la parte de los comentarios al poema. Ahí ya no me acuerdo si Rafa habló primero. De lo que me acuerdo es de la etapa a la que habían llegado las sesiones del taller: ya no era aquella cosa en la que el director hablaba primero y daba una gran lección sobre algo de literatura, sino que se había vuelto algo mucho más horizontal (el propio Rafa había hecho esa observación antes de que lo internaran por primera vez): un grupo de gente que hablaba de cosas bien interesantes y novedosas sobre poesía porque, por su propia experiencia como lectores y como escritores, ya tenían parámetros bastante altos de lo que podía ser  efectivo o novedoso. Entonces, como la mayoría de la gente del taller ya tenía ese nivel, armaron su propia plática y su propio debate sobre el poema. Claudia los escuchaba. Yo me levanté y me fui para donde Rafa, que se había parado y estaba oyendo desde la puerta.

Rafa había visto la evolución del estilo de Claudia. Ella llegó queriendo ser poeta maldita, con Baudelaire como maestro. Era una excepción total entre nosotros: todos teníamos maestros modernos (Huidobro, Eliot, García Lorca, Vallejo, Pizarnik, Plath) o maestros más antiguos, pero procesados de manera moderna. Claudia no. Ella usaba lenguaje del siglo XIX, en especial los adjetivos.

Parado ahí con Rafa, le conté un poco del proceso del poema, y le dije que me parecía que Claudia había evolucionado a Baudelaire. Él se sorprendió y me dijo que no lo había visto así, pero que también le parecía. Esa tarde Claudia fue la aprendiz que llegó y se le plantó enfrente de su maestro, Baudelaire, con algo bien serio, ni más ni menos que el estilo del maestro ya asimilado y vuelto propio, entre las manos. Así que ahí estaba el poema: acabado de terminar (lo habíamos revisado por última vez unas dos semanas antes) y ya con su puesto en la antología. Después leyó la muchacha nueva, pero los santanecos nos tuvimos que venir porque se hacía tarde. Claudia salió contentísima por saber que su texto iba a ser publicado.

Y el poema tuvo su impacto. Días después de que presentamos la antología, en junio pasado, alguien del taller me dijo: «Mirá, estaba bloqueada, leí ese poema y después escribí seis poemas seguidos.» Y hace un par de meses, Claudia me contó que lo había encontrado en internet. Fue en la revista chilena Cinosargo. Me habían invitado a publicar ahí y mandé unos poemas míos y el de ella. Y Claudia me pasó llevando: sólo publicaron el suyo. Al César lo que es del César. Lo curioso es esto: que el poema está puesto ahí desde marzo, y yo me acordaba de haberlo mandado varios meses después, en junio o julio. Pero dejando de lado las confusiones del tiempo, el poema, «Rouben», se puede encontrar en este enlace.

Siempre ando recordando partes de los poemas de La Casa. Los versos que tengo grabados de «Rouben» son:

ser actor de tus crueles funerales
de un mundo terminado

¿Por qué me acuerdo de esos versos? No sé. Sólo sé que esas son los gustos de mi memoria, que esos versos me pegaron y que mi mente los trae de vez en cuando.

Para terminar con el relato, el domingo siguiente Rafa todavía llegó a la casa de Salarrué. No hubo sesión del taller de poesía, sino que había un grupo que andaba en un proyecto, algo audiovisual, y Rafa habló con ellos. Yo estaba ahí porque había llegado Carlos Clará y platicamos de la antología. Pero con todo lo que pasó después, que Rafa no estaba en condiciones de trabajar a tiempo completo, que lo despidieron de su puesto de director de La Casa y que meses después recayó y empeoró hasta ya no recuperarse, ya no hubo más sesiones del taller.

Aunque sí hubo una última, en la casa de Rafa. Fue en octubre, cuando Santiago Vásquez leyó su poemario. Para nosotros, esa lectura valía como reinicio del taller. Pero después fue que Rafa recayó, y en ese reinicio nos quedamos. Fue una gran tarde: el poemario de Santiago había que oírlo, Rafa dijo de uno de sus poemas lo que jamás le había dicho a ninguno de nosotros (y que nadie me pregunte qué fue, porque tendría que contar toda una historia para que esa frase tuviera el peso y el chiste que tuvo ese día) y nos reímos tanto que lloramos. Y aun así, con un día tan bueno, esa sesión ya sucedió en un tiempo distinto, marcado por la enfermedad de Rafa, y muchas cosas ya no eran, ya no podían ser, como antes.

Yo siento que la tarde del poema de Claudia fue el final de una época, la última puerta de un tiempo inmenso que amo y extraño, que recuerdo mucho y muy seguido, pero que, como todo (y no dejo de pensar que como todo), tenía que tener un final. «...A golden age I know. But all will pass, will end so fast, you know», dice esa canción de Placebo que tampoco dejo de repetirme. Luego vinieron otros finales, incluido el de Rafa, que fue quien hizo que existiera esa comunidad de escritores y esa vida hecha de muchas vidas que fue La Casa. Hoy, casi dos años después de esa última tarde, me he acordado de todo eso. 

Los inicios, los finales: no hay que dejar que se pierdan. Hay que escribirlos.



Fotografía original: S. Tsuchiya en Unsplash

Comentarios

  1. :) No sé porqué no había leído esto hasta ahora. ¡Qué bonito post!

    ResponderEliminar

Publicar un comentario

Entradas populares de este blog

Una reflexión sobre la literatura salvadoreña

De los rostros que pintamos